Una vez alguien me dijo: prefiero un dictador benévolo a un demócrata tirano.
Yo le contesté: no es posible, la democracia no puede acabar en tiranía, al que gobierna se le puede echar a los cuatro años.
Él me replicó: ¿Y durante esos cuatro años, no puede convertirse en tirano?, ¿o crees que eres tú, como parte del pueblo, quien gobiernas?
Nunca le llegué a dar la razón porque, como cualquier otro de mi generación, no concibo otro sistema que la democracia, pero reconozco que activó mi natural urticaria hacia los regímenes autoritarios (algo tengo de ácrata) y me hizo pensar: ¿en qué consiste la democracia?
Mi conclusión es que la democracia no es una mera votación o, dicho al revés, una mera votación no significa que exista democracia.
La democracia es el mejor sistema para lograr el bien común, es decir, el bien de la mayor parte de la sociedad. De esta forma si toda la sociedad puede decidir con su voto, será más fácil alcanzar ese bien común, ese “bien para todos”, que si sólo lo hace uno (un dictador) o unos pocos (una oligarquía).
Pero evidentemente no es sencillo ponerse de acuerdo cuando son todos quienes opinan y todos quienes deciden, por eso son necesarias las mayorías. Aunque es importante entender que las mayorías no son el fin de la democracia, sino un instrumento ante la dificultad de llegar a acuerdos y la necesidad de tomar decisiones. Son, de alguna forma, un mal menor. Ese es el motivo por el que se piden distintas mayorías según la importancia de las decisiones (mayorías simples, absolutas o cualificadas).
Confundir “democracia” con “resultado de las votaciones” ha hecho que se devalúe el sentido de la democracia. Vemos a diario como los distintos partidos abandonan la búsqueda del bien común simplemente para alcanzar el poder. El gran cáncer de la democracia, su mal sistémico, es un “partidismo” que no busca bien común alguno, sino el bien “de la parte”. Vemos incluso como existen tiranos que lo que hacen es dividir a la sociedad y agitar a una parte en contra de la otra hasta convertir en enemigos a personas que no lo son. Todos ellos saben que una vez agitada «la masa» el resultado es seguro. La fuerza de tempestad de esa agitación salta sobre cualquier barrera que trate de pararla: no importan las leyes, no importan incluso las mayorías (se inventan las que necesiten), ni los debates, pero fundamentalmente no importa el sentido común. Una nación que ha vivido de forma razonablemente pacífica se convierte en pocos años en tierra hostil, en donde unos deben imponerse a otros. En cuanto «la masa» grita: «no hay más remedio, es por nuestra subsistencia», el tirano descansa tranquilo, ya no necesita pedir el poder absoluto, es «la masa» quien se lo ofrece. A los tiranos siempre les interesa sembrar la semilla de la guerra.
Cosa curiosa «la masa”. “La masa” es la degeneración de la sociedad, igual que un maltratador es un hombre degenerado. “La masa” y el maltratador tienen, al menos, los mismos caracteres: el uso del violencia, la sensación de impunidad (¿quién será capaz de pedir responsabilidades al fuerte?), su inmensa cobardía (no hay maltratador que agreda a quien sabe que le puede) y por encima de cualquier cosa su intento de degradar la dignidad de a quienes agreden (“no eres nadie” –dicen-), la humillación, por tanto, es su arma definitiva (tú mismo te dirás que nada vales y en eso te convertirás: en nada). Al enemigo nunca se le mira como persona, como a alguien como tú. La masa y el maltratador son el resultado de restarle a la humanidad el amor y la empatía.
No creo en los dictadores benévolos, son seres imaginarios que viven en su propia imaginación (“yo sólo busco lo mejor para el pueblo” –dicen mientras se miran al espejo-, soy un santo-mártir incorrupto e incorruptible), se mienten, claro, es una ley humana esa que dice: el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Hay algunos esparcidos por el mundo pero son mucho menos numerosos que los otros tiranos: que los tiranos que se creen demócratas. Éstos se invisten de democracia para despojarla del bien común y maltratarla. También se miran después al espejo y, sin caer en su desfachatez, incluso se gritan: ¡yo soy la democracia! No amigo, no. Nadie es “la democracia”, ni siquiera es suficiente decir: “creo en la democracia”. “Demócrata” es la calificación de un acto. Si vemos a una persona ayudando a otra decimos: ese acto es bueno (lo calificamos). Si vemos a un político, o a cualquier otro, buscando el bien común contando con la voluntad de todos, entonces podemos decir: ese acto es democrático. La democracia, en fin, no es una mera teoría política. La democracia es una acción, un hecho, una realidad.
Ahora algo tiene que pasar, sin duda; quizá tocar fondo de alguna manera (esperemos que sea una crisis corta, al menos). No habrá solución perfecta, pero siendo la perfección imposible, aspiremos, al menos, a la menor imperfección. Busquemos a dos personas sensatas que con sensatez lleguen a un acuerdo sensato. Volvamos a recuperar ese sentido común que con tanta timidez se esconde de la ira y del miedo, pero que nos convierte en adictos suyos en cuanto desaparece.