LUARCA

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Luarca, ¿cómo describir un lugar que cuando lo pisas te cuesta creer que lo estás pisando? Tanto es el deseo ¿Estoy aquí – te preguntas – o es otra vez un sueño? Siempre soñé con Luarca, desde mi infancia, en noches de Febrero, de Marzo, en el invierno de Madrid.

Piensas en ella y lo primero son las sensaciones, da igual si estás despierto o duermes. El tacto al pisar la hierba mojada de orballo o de rocío. El viento que hace sonar todas las cosas. Que convierte a todas las cosas en instrumentos de orquesta. La arena de playa negra, muy caliente en los días de Agosto. El sonido agudo, húmedo, de una puerta a la intemperie que se abre. El canto simétrico de las tórtolas. La visión del verde creciendo en cualquier grieta, en cualquier resquicio; de las ortigas, de los toxos, de las zarzas, de los helechos, de cualquier herbácea agarrada a los aleros de los tejados, a las grietas de los muros, a las rocas aisladas por el mar en su única parte seca. El olor a puchero de las casas, a cuadra de repente – a “cucho” – mientras paseas, a sal, al viento del Este o del Oeste porque huelen distinto. Al aire tan húmedo de las mañanas que se levanta en forma de nube como si fuera humo de hoguera.

Lo segundo es el mar como un ente superior que domina todo. Caprichoso como cualquier dios pagano de mil caras: bueno y malo, conocedor de su poder sobre el ser humano y sobre sus almas que le parecen minúsculas y sobrecoge siempre. Arrogante. Oscuro. Fuerte. El mar Cantábrico arremete contra la costa como si fuera él sólido y la tierra liquida. La golpea, la moja, la rompe, la derrumba. No le da tregua desde el primer día del mundo. Bueno y malo, parece a veces un amante cruel, otras, en cambio, un novio zalamero que la acaricia con sus dedos de agua. El mar es también sonido, hasta en los días sin viento guarda una única ola que rompe en la orilla y hace sonar a la arena o a las piedras de orilla. Si estás allí y lo oyes, te mece las angustias y las duerme.

Después está La Atalaya. Si alguien me condenara a no poder decir más que una palabra, elegiría esa: atalaya. Para cualquiera una mera torre vigía en un lugar alto. Para los luarqueses una casa blanca de tejado de pizarra y líneas puras en la cima del cabo que protege el puerto. En realidad una capilla con un pequeño campanario acabado en un tejado en pico a cuatro aguas y una espadaña de una única campana encima de la puerta. La Atalaya es bienvenida a quien viene del mar y mirador del mar para quien se queda en tierra. Es mujer protectora. Es referencia. Es lugar a salvo. Mi padre cuenta que las olas de los temporales de invierno suben por las paredes del acantilado hasta mojar a la Atalaya las puntas de las faldas. Y que las mujeres de los pescadores entonces corren a ella para atisbar los barcos de sus maridos y verles embocar el puerto a salvo. Yo nunca lo he visto. Mi recuerdo es más pacífico. De cuando en los atardeceres de Septiembre la luz oblicua del sol se refleja en el mar haciéndolo rojizo y ese reflejo de cobre llega a sus paredes blancas.

Luarca es una ría pequeña que nace desde el mar. Las rías son océano que abre la tierra hasta encontrarse con los ríos que andan buscándole. El agua se busca, como las personas, y se une. Y se complementa. En marea alta es el agua salada del mar la que entra hacia tierra y hace correr la corriente en dirección al monte. Cuando la marea se retira, y baja, es el agua del río la que corre hasta encontrar la playa.

La ría se convierte en río y gira con el propio girar del valle que se estrecha según avanza y, después, vuelve a ensancharse. Luarca lo rodea por el cauce y sus casas se suceden unas a otras según los estilos de cada época. Hay casas muy antiguas de piedra vista y, otras, de piedra cubierta con mortero de yeso, hay casas afrancesadas de cuando París era la capital del mundo, casas posteriores de los años veinte, treinta, cuarenta del siglo pasado, muchas estrechas de estilo marinero pintadas vistosas con el sobrante de la pintura de los barcos, otras más anchas como de aldea, algunas urbanas, y están unidas unas y otras por sus muros medianeros con un discurrir pacífico, desde el río hacia los montes.

Pero Luarca nunca quiso ser un pueblo típico. Un pueblo de postal. Al contrario, su genética está formada por un aislamiento feroz. Hasta que llegó la autovía rompiendo los montes se tardaba una hora y media en llegar a Oviedo, casi dos cuando en las carreteras sólo se conocían las rectas. Lo demás se presumía que eran curvas. Una detrás de otra. Mil de un tirón. El Luarqués es celoso de su tierra, de la compartida y de la propia. Siempre le molestaron los veraneantes y sólo los acepta porque el turismo se ha convertido en su principal industria. En un mal necesario. Nosotros, mis padres, mis hermanos, mis parientes, mis amigos, mis hermanos, nunca nos consideramos veraneantes aunque vengamos principalmente en Verano. Incluso nos molesta que nos lo llamen, hasta cierto punto. Los Veraneantes son los que optan por marchar de vacaciones al Norte como podía ser al Sur: no les importa alternar el Cantábrico con el Mediterráneo. Es una elección al azar. Para nosotros, en cambio, no hay otro destino posible que Luarca. Sentimos la necesidad de volver y, en invierno, la vivimos desde la distancia. La rastreamos continuamente a través de los medios: sabemos si llueve o si alguna isobara especial la tortura, sabemos si se inunda o si la falta de lluvia amarillea el monte, incluso sabemos el tamaño de las olas en la playa y como la marejada distribuye la arena cambiando su fisionomía. Cada uno de nosotros, cada vez que necesitamos perdernos del trabajo, ponemos en los buscadores su nombre sólo para ver fotos, mapas, personas, cualquier cosa. No somos veraneantes, somos emigrantes cuando la dejamos. Emigramos once meses al año a Madrid, a Gijón, a Valencia, a Bilbao, a Palencia, a Frankfurt al propio Oviedo donde tenemos otras vidas. Pero en Luarca siempre ha transcurrido la verdadera. La vida que más importa.

Agosto de 2016

©Rafael Alvarez Avello