Desde que pasó suelo escaparme a los hospitales, a las maternidades, sólo para ver la sorpresa en los ojos de los primerizos. ¿Cómo es posible? – se preguntan -, ¿por qué me siento tan cambiado?, ¿dónde tenía guardada esta capacidad de querer y de sufrir?. El gesto se les suaviza al ver a su hijo. Se les ablanda la cara y le hablan entre susurros. Le tocan la piel con la yema del dedo intrigados ante ese tacto como de porcelana cálida. Aunque en seguida se ponen nerviosos si se atragantan o tosen. El amor también les hace frágil. No saben ellos cuánto.
Mi familia me dice que deje de ir a las maternidades, me repiten a todas horas que así nunca podré superarlo. No entienden nada. Quizá no puedan entenderlo. A mí me da igual acabar huyendo cada día del hospital tapándome las lagrimas más por vergüenza que por pena, aunque también sorprendida por los efectos tranquilizantes de ese llanto. Quizá vaya a las maternidades a eso: a llorar. No lloro igual en ningún otro sitio, es el único llanto que rompe hasta la última de las barreras que atrapan mi dolor. Esos muros, como presas de agua, no permiten que el dolor se marche, lo almacenan haciéndolo subir hasta que me llega al pecho y me dejan sin aire. Igual le ocurre a mi marido. ¡Pobre!, me da pena pero no me quedan fuerzas para acercarme y consolarle. Su dolor es igual al mío pero lo esconde y no estoy para discusiones, apenas soy capaz de tenerme en pie. Él sigue sereno, menos cuando tuerce el gesto en un mueca espantosa por la noche. Es una especie de “tic” que debe provocarle algo que le horroriza porque después le entran temblores, pero nunca habla. Con un esfuerzo enorme intento abrazarle aunque no sea más que poniendo mi mano perdida en cualquier parte de su espalda. Él no responde, se queda como una piedra, prefiere volver a sentirse ahogado bajo su muralla muda de dolor.
Ni siquiera soy capaz de hacerle reproches, es imposible explicar el dolor por la muerte de una hija como es imposible explicar el amor que se siente al verla por primera vez. Ojalá él pudiera llorar. A mi al menos el llanto me rompe esas murallas malditas y siento calma durante una hora, quizá dos, donde me vuelvo a sentir yo misma. Él no, él se ha convertido en otro y yo a este hombre nuevo soy incapaz de acercarme como antes. El llanto me hace ver las cosas con una cierta perspectiva. Como detrás de una mampara de cristal. Sólo durante esa hora, quizá dos, hasta que vuelven a subirse las murallas y llega la crecida. Pero en ese rato me pregunto: ¿ha muerto?, ¿ha muerto de verdad?. Mantuve mi mano en la suya, esperando un milagro, hasta que se quedó rígida. Pero no hubo milagro. Los escombros de la casa derrumbada hicieron imposible su rescate. Cualquier piedra que se tocara, cualquier viga que se moviera, amenazaban con hacerle caer la casa encima y aplastarla. Al principio su piel era reactiva, yo la tocaba, la acariciaba sintiéndola caliente. Dos días tardó toda aquella vitalidad suya en perderse hasta desaparecer. Dos días de angustia. La gente, los bomberos, me miraban impotentes y con ojos llenos de pena. Yo sólo veía siluetas informes vestidas de rojo o amarillo reflectante. Fui incapaz de ver sus ojos entonces, porque sólo gritaba y rezaba, sin posibilidad de parar. Ahora, en cambio, sí soy capaz de ver los ojos de aquellos hombres duros, de aquellos hombres buenos que habían visto tanto horror, tantos cadáveres, llenos de pena por mí; por mí más que por mi hija. De ella no conocían toda la vida que había detrás de su brazo. Recordarlos me conmueve, han pasado seis meses, y si tuviera fuerzas me gustaría abrazarlos, consolarlos yo a ellos. No hay mayor pena que la de un hombre curtido y áspero. La misma pena de mi marido. Quizá ellos tampoco se dejarían abrazar. Quizá, también, se queden agazapados detrás de sus muros altos, sin querer pensar en sus penas, sin poder dejar de sentirlas. Quizá, en su tristeza, sólo tengan fuerzas para decirse como yo tantas veces me he dicho: ¡No hay Dios!, ¡No hay Dios!.
¿Hay Dios?, ¿lo hay?. Ahora me lo pregunto en mis horas de cordura. ¿Hay algo más allá de esta vida sometida a los temblores de tierra, a los huracanes, a las inundaciones, a esa estupidez humana que siempre acaba en forma de miseria y de guerra?, ¿lo hay?. Yo no soy la misma. Incluso, a veces, soy incapaz de reconocerme. El filo de un cuchillo me atraviesa con una crueldad que no entiendo. Dos días agarrada de su mano para notarla morir. A ella, a la que acariciaba su piel de porcelana cálida cuando nació. Para mí era un gesto atávico, no me podía resistir. La veía pequeña, frágil, y yo quería insuflarle vida con mis dedos. Ella se movía, reaccionaba, abría un instante sus ojos diminutos y sin pestañas, movía la boca dándole un gesto a la cara o extendía sus dedos buscando en el aire algo seguro a lo que agarrarse. Buscando mi mano. Siete años después lo volví a hacer mientras ella se quedó atrapada en los escombros de nuestra casa. Yo había salido a la calle a sacar la basura cuando vino el temblor y todo se desplomó. Nunca seré capaz de perdonarme el no haber salido con ella, o el quedarme dentro y morir a su lado, quizá abrazadas. De nada le valió después la vida que traté de insuflarle con mis caricias y mis dedos, durante esos días cogiéndole la mano. Ni siquiera podía verle la cara. Y prefiero no imaginármela porque si me la imagino me entran temblores y, supongo, se me desfigurará la cara como a mi marido. Si hasta me tortura el pensar en sus coletas sucias de polvo. Tenía un pelo precioso, tan negro que parecía violeta, y tan brillante que parecía moverse cuando despedía reflejos al darle la luz de costado. ¿Hay Dios?, ¿lo hay?
La primera vez que se lo pregunté a un cura después del terremoto, a uno que había enterrado a muchos de sus feligreses, me dijo: “Lo que de verdad existe es la tortura”. Después, al darse cuenta de su respuesta, me soltó un sermón sobre el amor de Dios. Pero lo hizo sin brillo en los ojos, mirándose los zapatos. No se lo creía, el terremoto también le había convertido en un hombre duro y áspero. Yo me lo sigo preguntando: ¿puede existir Dios y la tortura?. Nadie se atreve a contestarme. Mi sufrimiento les acobarda, ¿qué pueden decirme?. Si niegan su existencia me niegan mi único consuelo. Si la afirman ¿cómo se explica mi tragedia?. Han decidido dejarme al margen, a la intemperie, callados ante sus buenas intenciones y, supongo, ante sus propias dudas. Sólo se empeñan en darme pañuelos casi sin tocarme y en hacerme comer; me estoy quedando flaca.
Sólo sé una única cosa con seguridad: la mano – su pequeña mano – cuando se quedó inerte dejó de pertenecer a mi hija. Mi hija era la que le daba vida a aquella mano. Ella era quien la utilizaba para agarrarme el dedo nada mas nacer. Ella era quien la usaba parar todo, porque hablaba, reía o lloraba también con las manos. Siempre fue muy expresiva, “comedianta” como dicen en mi pueblo. “Nos ha salido artista” decía atónito mi marido – él es ingeniero -. Yo le contestaba un poco irritada por su mirada de preocupación: “es artista, no un extraterrestre”. “Ya” respondía lacónico, intentando emplear toda su lógica para entenderlo pero sin poder dejar de pensar, como todo ingeniero, que un artista es, en el fondo, un marciano. ¡Pobre!, ahora pienso, ojalá me pudiera acercar a él con más fuerzas. Sé que dejaría todos sus números y sus hojas de cálculo para hacerse titiritero si le prometiesen que volvería a verla. Ojalá pudiera encararme y decirle: “ella es la vida que llenaba su cuerpo y lo movía”. Y no sólo a su cuerpo, también al nuestro. Muchas veces, tonta de mí, me quejé de no parar en todo el día por su culpa. Por la noche llegaba a la cama y me quedaba dormida sin tiempo para envolverme en las sábanas. Después descansaba mal, me sobresaltaban sus llantos, sus toses y, cuando era muy pequeña, incluso su respiración. Me hacía moverme y levantarme aunque estuviera sin fuerzas. Su vida movía su cuerpo y el nuestro, y nosotros hacíamos moverse a muchos otros – al de la farmacéutica de guardia, al pediatra de urgencias – y esos muchos otros a otros muchos más hasta que al final todo el mundo acababa siendo movido por otro. La vida es una energía que nos recorre y no es corporal, no viene del cuerpo. Tampoco se crea ni se destruye, en todo caso se transforma. El cuerpo sólo es capaz de canalizarla durante unos años. Al final acaba extenuado, desgastado por ella y se rinde. La energía entonces sale y quizá en forma más perfecta, sin las angustias a las que ha estado sometida por las leyes del cuerpo y de la humanidad. A esta energía la llamo “alma”. Es un nombre bonito, de mujer, y vale tanto para llamar a la vitalidad de las niñas como a la sabiduría de las viejas. “Alma joven” o “alma vieja”, pero alma. El alma existe, si la tratas de tocar y pesar se te escapa, pero si no la notas es sólo porque te empeñas en torcerle la cara, o por andar ciego, sordo, mudo, sin tacto en la piel. Existe el alma, de eso nunca he tenido dudas, ¿existe también Dios?.
Sigo sin entender la tortura de la que me habló el cura áspero. Su injusticia. ¿Por qué a mi hija, por qué a nosotros?. Ella era una criatura alegre y vital, algo desordenada con sus cosas y, también, con lo que pensaba. Su cabecita siempre estaba en ebullición y saltaba de una frase a otra sin acabar ninguna. Su caos me hacía gracia, a mi marido no tanta. “Ya madurará” le decía cuando veía cómo se le dilataban las pupilas. “Eso espero” me contestaba con un suspiro. Es un hombre parco en palabras y bueno. Y yo también me considero “buena”, al menos no recuerdo haber hecho daño a nadie, quizá sólo a los míos, a los cercanos, pero por cansancio o torpeza, nunca queriendo causar un daño descarnado ni cruel. Fui cruel al dejar a algún novio, aunque era una crueldad necesaria: no se puede querer por compasión por mucho que te quieran a ti. Al menos eso pensaba entonces, ahora ya no estoy segura de nada. Pero la pregunta sigue siendo: ¿por qué a nosotros Dios, si somos buenos?, ¿existes?. Tengo que reconocer una cosa: no busco una respuesta que pueda valerle a todos. Aunque haya hablado de ellas, en realidad, me da igual la justicia, me da igual la moral, me da igual también el bien y el mal. Sólo tengo una hora, quizá dos, para reencontrarme conmigo misma y recomponerme un poco. No la voy a gastar en discusiones estériles: la vida no es justa, los inocentes sufren, las placas tectónicas se mueven, los ríos se desbordan, hay olas que pueden cubrir montañas, el viento es capaz de hacer caer tu propia casa y todo eso ocurre mientras la maldad permanece intacta. O Dios es un sádico o esas cosas no tienen que ver con Él. También me da igual la teología. Me resulta extenuante pretender abarcar a Dios llenándole de etiquetas. Lo que en realidad quiero saber es, si a pesar de la tortura, existe un Dios para mí.
Nunca fui muy creyente. En mi casa lo éramos en teoría pero nos faltaba tiempo. Mi padre viajaba mucho y mi madre trabajaba media jornada en una peluquería. La otra jornada y media era para nosotros, sus tres hijos. Los fines de semana lo dedicábamos a descansar, a pasarlo bien, y el ir a misa no era ninguna de las dos cosas. Hice la primera comunión, me casé frente a un cura, fui a las bodas de otros, bauticé a mi hija y en pocas ocasiones más he vuelto a pisar una iglesia. Yo también trabajaba y necesitaba descansar. Al fin de cuentas, pensaba, soy como los demás: “una mujer aturdida en un país aturdido, ¿qué más me puede pedir Dios?”. Entonces llegó el terremoto, la destrucción de mi mundo, haciendo desaparecer el suelo de debajo de mis pies. He estado seis meses en caída libre. Cayendo sin encontrar nada a lo que sujetarme y siguiendo cayendo. Es una sensación extraña, difícil de describir. No sé si fue Einstein quien dijo que el tiempo no es continuo, sino relativo. También a él, en algún momento, se le debió mover el suelo de debajo de los pies porque acertó. Unos días caigo como una piedra, rápida e insensible, a mil por hora; en otros el tiempo se para y me acuchilla con los recuerdos; en otros abro las manos y freno la caída, mirando a los lados con esperanza; en otros deseo estar muerta de una vez y chocarme con aquello que haya al final del vacío. Todos tenemos que morir, me digo, ¿por qué no ahora?. Aunque aún hay días peores. No se lo he dicho a nadie pero, a veces, cuando me veo en el espejo las costillas picudas entre la piel, las ojeras negras caídas, el pelo cada vez más escaso, me pregunto: ¿quién puede querer a este despojo?, ¿para qué sirvo?. Tanta vergüenza me doy que no quiero exactamente morir, sino explotar, desaparecer, desvanecerme sin dejar huella, como si nunca hubiera existido, ¿puede alguien quererse menos?.
Es fácil acabar con la propia vida. Sólo es cuestión de abrir una ventana alta y dar un paso cualquiera. Diez veces me he asomado con una especie de atracción morbosa preguntándome: ¿y si acabo con todo ya?. Debe ser una muerte rápida, donde lo único malo es la posibilidad de sobrevivir. Reconozco, aunque a nadie le gusten los suicidas, que en la décima vez me mareé, se me nubló la vista y no me caí porque mi mano se agarró por su cuenta a la manilla de la ventana. Después me tiré al suelo encogida, abrazándome las piernas, aturdida y mareada, con la espalda contra una pared desnuda. No lo he vuelto a intentar. Allí tirada me pasó algo. No sé cuento tiempo estuve con la mente perdida, quizá diez minutos, quizá diez horas, entre dormida y despierta, pero en algún momento oí como una voz desconocida me dijo: “No lo hagas”. Era una voz clara y no era mi voz, estoy segura. Mi voz está como mis costillas: aguda y agotada, incapaz de responder siquiera ¿por qué me lo impides?. Aquella voz misteriosa me recordó a la de mi padre cuando me curaba las heridas. Yo gritaba porque escocía el agua oxigenada y él me soplaba mientras empezaba a contar con voz tranquila: “uno, dos, tres, ¡ya!”. Al llegar al “ya”, me miraba a los ojos y se me pasaba el dolor. Mi padre tiene los ojos azules, casi transparentes, más aún que el mar de verano, son como mirar al aire. Te mete con ellos en su cerebro y allí te quedas. “¿Ya?” le preguntaba como si tuviera que ser él quien me dijera si se me había pasado el dolor. ¡Ya! contestaba y me agarraba con sus manos para darme un beso y bajarme de la mesa. Yo volvía a correr y a saltar, como si nunca me hubiese hecho daño. También es un hombre de pocas palabras y bueno, quizá busqué a alguien parecido para casarme. Muchos años han tenido que pasar para sentirme otra vez tan protegida. “No lo hagas, no eres un despojo”, oí a alguien como diciendo: “no lo hagas que a mi me importa esa vida tuya”, “yo me muevo por ti, no dejes de moverme”. Fue esa voz la que me dio fuerzas para romper por primera vez las murallas de mi dolor. Desde entonces en los ratos malos sigo cayendo pero a una oscuridad más clara, menos tenebrosa. ¿Qué me hizo aquella voz?. Quizá haya quien crea que son sugestiones, hormonas al servicio de la mente con la orden de evitar su destrucción. Otros pensarán, seguro, que tanto dolor inhumano me ha vuelto loca. Se equivocan, se equivocan todos. Soy capaz de entenderlo ahora, según escribo estas mismas palabras. Mi padre no me consolaba con sus miradas azules. Mi padre me quitaba el dolor y él se lo quedaba, por eso a mí me dejaba de doler. Eso es lo que me he reprochado tanto estos seis meses, yo no quería insuflarle vida a mi hija cuando agarraba su mano, ¡yo quería cambiársela por la mía!. Se lo pedí, la acaricié, pero no pude o ella no quiso. Al sentirme como una madre incapaz de quedarme con el dolor de mi hija me sentí hueca, estéril, y me tiré por el túnel de la desesperación. ¿Por qué me salvó aquella voz misteriosa?. Ahora lo entiendo, justo ahora, aunque de alguna manera lo supe cuando tiritaba debajo de la ventana. La voz misteriosa me quitó el peso de ser madre y me convirtió otra vez en hija. Por eso me gusta ir a las maternidades: no para llorar con la ilusión de los primerizos, sino con el amparo que siente el recién nacido. Ahora es a mí a quien miran si mis coletas son las que están limpias o sucias. Y noto como alguien me pasa con cuidado una gasa por las heridas de esa alma mía tan rota. La piel del alma se me va cerrando poco a poco, también la piel del dolor, otro se lo quedará, ¿será ese mi Dios?.
Este relato se basa en un hecho real: la muerte de una niña entre los escombros del terremoto de Haití después de dos días en los que su madre estuvo agarrando su mano.